Cuando se quiso acordar, se le había pasado el arroz y en la cocina había olor a quemado. No se pasa, no se pega, no se tira. Pero en la cocina había olor a quemado. Tiró lo que quedaba en la olla (¿por qué es tan rico el olor a comida quemada?). Tiró lo que quedaba en la olla y la llenó de agua. Se quedó atónita mirando cómo se desprendían de a poquito pedacitos de arroz y de especias. Algunos salían en seguida, presurosos de escaparse de ese infierno. Otros se tomaban su tiempo, tímidos e inseguros ante un futuro incierto. Algunos arroces (los más osados) parecían disfrutar nadar en la olla, y jugaban a dos puntas entre la olla y el agua (los juegos a dos puntas pueden ser tan peligrosos). El agua corría. Tomó la olla y la vacío. Sacó con cuidado lo poco que quedaba dentro (cuidado con el teflón que se daña tan rápido). Sacó lo poco que quedaba y lavó la olla.
Contempló la olla vacía. El arroz tirado. El olor a quemado.
Y se dio cuenta de que era una absurda caricatura de su vida amorosa.
viernes, 18 de diciembre de 2009
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